En torno a El laberinto de la soledad
Paul Kidhardt, PhD
El laberinto de la soledad, el ensayo de Octavio Paz, el gran escritor mexicano contemporáneo, es una muy original interpretación de la mexicanidad y del mexicano. Más que la mexicanidad, vocablo implicador de abstracción, el ensayo es un adentramiento en la realidad personal del mexicano concreto de carne y hueso, como diría Unamuno, en su integridad recóndita.
Partiendo de una penetrante observación del obrar de la conducta exterior del mexicano de su estilo de vida, el autor va a los orígenes ocultos de la mexicanidad. Lenguaje, costumbres, instituciones, formas de convivencia, maneras de ver y sentir la vida y la muerte, diversiones, enfrentamientos con la realidad y escapes de la misma permiten al escritor hacer esta teoría de lo mexicano, que en su concretez humana misma, muchas veces alcanza caracteres no sólo de la hispanoamericanidad, sino lo que es más aún, universales. Partiendo del obrar del mexicano, lo concreto histórico, el autor, valiéndose de su riqueza expresiva y de su estilo ágil y musculante, endereza la proa de su imaginación en viaje hacia la semilla que lo conduce al mundo de lo protohistórico, al laberíntico mundo de lo mítico. Mundo mítico latente como todo sustrato, en el mundo histórico, como muy bien han estudiado los antropólogos culturales contemporáneos Joseph Campbell y Mircea Eliade.
La inmersión en los ríos profundos de la protohistoria descubre al autor la estructura laberíntica de la vida humana. La literatura que en definitiva es reflejo virtual de la vida humana – una vida sentida y expresada en la unicidad del estilo – ha hecho del laberinto todo un tópico literario como señala Ernest R. Curtius, el gran medievalista. En la literatura escrita en lengua española podemos encontrar toda una tradición del laberinto como tópico literario que va desde Juan de Mena y su Laberinto de la Fortuna hasta Jorge Luís Borges.
El laberinto, la angustia existencial de sentirse y vivir una realidad laberíntica no aparece sólo en el título del ensayo, es un verdadero leit motiv del libro todo, corolario obligado de la soledad, hija del desgarramiento de la ruptura. La idea y el sentimiento de la ruptura y el desgarro son verdaderas claves estilísticas del libro, ostensibles en el capítulo “los hijos de la malinche”. El análisis de la palabra “chingar”, con sus múltiples significaciones, es iluminador: nos permite ver bajo una nueva luz la idea clave de la ruptura, del “rajarse”. La ruptura esencial en la vida histórica mexicana está cargada de toda la negatividad que implica la violencia, expresiva siempre de un vacío existencial, muy distinta de la fuerza de la cual es una degeneración abyecta. La violencia es abusiva, cruel y humillante: “La violencia pica, desgarra, mancha”. Es cruel, hiere. Y “provoca una resentida satisfacción en el que lo ejecuta”. De ahí la negatividad que tiene la escala axiológica del mexicano – que llega ser universal – la ruptura, lo abierto frente a lo cerrado. Como escribe el autor “la dialéctica de lo cerrado y lo abierto se cumple así con precisión casi feroz”. Es el triunfo de lo cerrado (“el chingador”) contra lo abierto (“el chingado”).
Podríase señalar que el apéndice, La dialéctica de la soledad, constituyen páginas antológicas en las que es patente la presencia de Ortega y Gasset y de su libro El hombre y la gente, aunque difiere en ciertos puntos del filósofo español. Coincide con el gran humanista español al escribir que “la soledad es el fondo último de la condición humana” Muy orteguiana es también su idea de que el hombre se ha inventado a sí mismo al decirle “no” a la naturaleza. El hombre se sitúa frente a la naturaleza.
Sugestivo es el análisis de la vida fetal, como “vida pura y en bruto fluir ignorante de sí”. Sus consideraciones sobre la ruptura – que significa el nacimiento que tiene antecedentes en el trauma del nacimiento freudiano – explica el sentimiento de soledad que a medida que el hombre crece lo acompaña como la sombra al cuerpo.
La dialéctica de la soledad cobra valores universales y el autor escribe con certeridad que “nacer y morir son experiencias de soledad. Nacemos solos y morimos solos”. La soledad es, según el autor, nostalgia de un cuerpo del fuimos arrancados, es nostalgia de espacio. Es también resultante de la oposición entre el tiempo cronométrico y el mítico. Pero la soledad es también continuidad: continuidad en el esfuerzo humano y en la capacidad de soñar. Unamuno gustaba decir que se vive de realidades pero que se sobrevive de sueños. La imaginación, el poder creador de la persona humana, hace que trascienda, o al menos intente trascender, el laberinto de la soledad, tratando de volver a la edad de oro, uno de los tópicos de la mitología universal, la época feliz en que la unidad hombre-espacio-tiempo no había sido rota. Como se ve estas ideas se pueden entroncar con las que expuse en mi ensayo sobre De la conquista a la independencia, en la que sostenía la tesis de la dinámica histórica basada en la tensión, a veces dramática, entre los hechos históricos, las ideas, el mundo de las instituciones y en definitiva el sujeto del mundo histórico, el hombre. Insisto en que el sujeto de la historia es el hombre, el hombre de carne y hueso ya que los personajes históricos son agentes, catalizadores muchas veces en el contrastado proceso histórico, en su esencial dinamismo, en el cual la lucha en el laberinto de la soledad es una de las constantes, en su deseo de superarla: sueño irrealizable, pero vivible.