Utopía, ideología y mito en
Godos, insurgentes y visionarios
Paul Kidhardt, PhD
Karl Manheim, el gran sociólogo culturalista alemán, ha estudiado la importancia y auge del espíritu utópico durante el Renacimiento. En ese luminoso, estremecido y fecundante período de la historia de Occidente que fue el Renacimiento hay todo un resurgimiento del espíritu utópico. El renacimiento fue, ente otras cosas, una liberación de las energías y de la potencialidad creadora de la persona humana. La llamada vuelta a la Antigüedad Clásica no fue más que un pretexto para salir del mundo estamental de la Edad Media, de la estructura feudal de la sociedad y de las concepciones hijas de escolasticismo medieval. El Renacimiento fue un duelo monumental entre dos mundos, dos concepciones de la vida que se batían en más singular duelo. De una parte batían la filosofía escolástica, el principio de autoridad de que era depositario la iglesia, el rígido, aunque vital, orden social medieval – cada cosa y cada persona en su lugar -, el ansia teológica de permanencia y eternidad – la Catedral -, la unidad cultural y religiosa, Europa era la Cristiandad, y el latín la lengua universal de la inteligencia, la contemplación como la forma más alta de vida – el convento -, y la vida humana como tránsito a la eternidad: el valle de lágrimas que había de cruzarse para llegar al gozo pleno y eterno. Frente a esa concepción del hombre, del mundo y de la vida, también estudiada por el erudito teutónico Alois Dempf en sus libros La concepción del mundo en la Edad Media y Concepción moral de la Edad Media, se enfrenta el mundo Renacentista como el goce de los sentidos, el disfrute del aquí y del ahora, el ansia de poder y dominio, el espíritu de aventura, el amor a las cosas, el deseo de tener. En muchos aspectos el renacimiento fue un combate entre la moral del convento, el mundo de tejas arriba, y los banqueros de las prósperas ciudades italianas, entre la propiedad feudal esencialmente territorial y una nueva forma económica que luchaba para imponerse: la economía dineraria.
El “hombre nuevo” creía que no había límites para su acción ni tampoco para su imaginación. Sus potencias creadoras y realizadoras harían posible el paso de la imaginación de las realidades, por él pensadas y queridas, a las más reales concreciones. De ahí las frases “el hombre es el arquitecto de su propio destino”, “querer es poder”, “el hombre es la medida de todas las cosas”, frases todas llenas de espíritu renacentista.
Ese mundo espiritual que hemos esbozado, creador del estado como obra de arte, el gran aporte del Renacimiento a la teoría y la práctica políticas incitaba a la acción, a los descubrimientos. Jacob Burkhardt en su ya clásico libro Cultura de Renacimiento en Italia (1862) ha escrito que renacimiento significó el descubrimiento de la personalidad humana, del hombre como individuo. Y el hombre nuevo movido por la curiosidad y las ansias de acción sentía estrechez en un mundo que le había sido dado. Esa y no otra es la razón última de lo que la historiografía tradicional llama el auge de los descubrimientos a fines del siglo XV, siglo en que se fragua el hombre nuevo, que tuvo su primer y más ilustre representante Petrarca.
El descubrimiento de los orbes nuevos tiene su cuna en la consciencia ardida de los visionarios renacentistas. Los visionarios europeos dejarán toda una impronta en la historia de América que permite considerar al visionarismo como una de las constantes históricas del quehacer americano. ¿No hay una relación indubitable, aunque todavía no bien comprendida, entre el visionarismo, el profetismo, el mesianismo político? A lo largo del proceso histórico americano encontraremos visionarios, profetas, muchas veces clamando en el desierto, y el mesianismo político a veces encarnado en el “hombre fuerte”, otras “en los ideólogos”, las más de las veces divorciados de las realidades hispanoamericanas, que su autístico pensar muchas veces tratando de hacer un paraíso terrenal – mitos de la Edad de Oro – terminan sumiendo a sus pueblos en la más infernal pesadilla.
Al lado de los visionarios se encuentra en el devenir histórico americano la figura del godo. Ulsar Pietri en una luminosa síntesis histórica traza la evolución semántica sufrida por el vocablo. Godo en la dinámica de la historia americana, y haciendo abstracción de los disfraces ideológicos con los que oculta su radical, significa violencia: La violencia presente en la historia de América desde los días aurorales de la Conquista. Como escribe el autor “la primera y más clara es la pugna de los conquistadores con la corona de Castilla”. Revistiendo las más variadas ideologías, la violencia acompaña como la sombra al cuerpo a la vida americana. La violencia mueve a los caudillos criollos llámense Rosas, Facundo, Artigas, Páez.
La presencia de la insurgencia y de insurgentes es otra veta que atraviesa todo el acontecer histórico americano. La insurrección ocurre con los pretextos más diferentes. Las causas son distintas, pero el hecho nudo es el alzamiento contra un determinado orden establecido. A partir de la introducción de las ideas de la Ilustración – menester es citar el bello libro de Basterra Los navíos de la Ilustración – y de la aparición del espíritu ilustrado en América, serán las ideas de los enciclopedistas el arsenal intelectual de los insurgentes. Bueno es notar que el ambiente de la Ilustración penetró en América durante el progresista reinado de Carlos III. Los ideales de la Ilustración eran compartidos por las clases educadas de América. Las Sociedades Económicas de Amigos de País que se establecía en distintas ciudades americanas mucho hicieron en la difusión del pensamiento de la Ilustración. Don Fernando Ortiz, el gran polígrafo cubano, llamó a la Sociedad Económica de Amigos de País, en Cuba, “la hija cubana de la Ilustración”.
Los insurgentes americanos muy cerca en sus ideas de los liberales españoles, estuvieron presentes en las guerras de independencia americanas. La tradición del insurgente tuvo mucho que ver con la suerte del liberalismo americano y fue la fuente del mito del buen revolucionario que ha corrido como mala moneda en la historia y política americanas.